La Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) es la organización estadounidense que concentra la ayuda humanitaria y la asistencia para el desarrollo. Sus objetivos fundacionales son salvar vidas, reducir la pobreza, fortalecer la libertad en el mundo y fomentar que los países dejen de depender de la asistencia humanitaria. Al menos en teoría.

El reciente relevo gubernamental en EEUU ha destapado que gran parte de su presupuesto, se ha destinado a influir política y socialmente en terceros países. Verdaderas campañas de “agitprop” financiadas generosamente, que incluían más de 6.000 periodistas en nómina y más de mil medios de comunicación subvencionados “hasta las trancas”. Millones de dólares esparcidos a mansalva por el mundo entero por las diversas agencias useñas ¿Para qué? Para que ese nuevo orden mundial que tanto ansían quedara moldeado por  la vorágine woke. Corriente totalitaria, pijoprogre, globalista, buenista,  bienpensante, que acometía por todo el orbe la más fabulosa y aniquiladora batalla cultural que vieran los tiempos. Casi lo consiguieron.

El presidente John F. Kennedy ordenó fundar la USAID en 1961 para promover el desarrollo a nivel global en plena Guerra Fría. Indudablemente el objetivo real era compensar el “desarrollo” soviético y el chino. EEUU es con diferencia la nación que más recursos económicos destina, superando los 64.000 millones de dólares en 2023, de los cuales 40.000 millones (el 62%) formaban parte del presupuesto de la USAID. Hay ejercicios donde esa cifra se ha duplicado, dependiendo de las necesidades coyunturales del periodo, obteniendo un presupuesto medio anual de 55.000 millones de dólares. La USAID llevaba décadas administrando la mayoría del presupuesto, pero la nueva Administración plantea reestructurarla o incorporarla al Departamento de Estado.

Como ha ocurrido en la mayoría de los países desarrollados, los políticos etiquetados como izquierda abandonaron la causa obrera, principalmente por el generalizado asentamiento de la clase media. Mientras lo más popular de una nación era progresivamente abandonado por los líderes de la izquierda, estos asumían unos postulados cada día más desquiciantes y alejados de la realidad. Con toda la tormenta woke que ha asolado nuestra sociedad la última década, los nuevos objetivos han pivotado en el feminismo más extremo, en políticas de género, en catecismos inclusivos y en el rentable apocalipsis climático.

Lo que hoy nos asombra no es más que la última escena de una obra que lleva representándose décadas. Pero en la actualidad el personal ha empezado a despertar. La indignación en redes sociales no es casualidad; es el reflejo de un hartazgo colectivo hacia una burocracia globalista que vive del cuento, alimentándose de la ingenuidad de los pueblos y de los tributos con los que nos asolan.

La ayuda humanitaria y al desarrollo a menudo tiene un doble sentido, en la agenda globalista: es una parte importante de la política exterior de las grandes potencias, que la usan como herramienta para perseguir sus intereses nacionales. La USAID ha generado profundas controversias en naciones críticas con la política norteamericana. En estas dos últimas semanas, países como Colombia o México han criticado insistentemente las históricas injerencias del poderoso vecino, a través de la supuesta ayuda humanitaria.

Hay programas de ayuda que han aportado muchísimo a zonas verdaderamente deprimidas. Hay muchos trabajadores de la agencia que han desarrollado una noble y altruista labor, pero al igual que muchas luces, han quedado al descubierto muchas sombras, muchísimas. Lo que comenzó como una organización presuntamente dedicada al desarrollo humanitario con dinero público se fue convirtiendo en el símbolo perfecto de cómo se manipulan conciencias y se moldean terceros países a conveniencia geopolítica de las élites gobernantes. Da igual si hablamos de Ucrania, Afganistán o cualquier país africano que haya tenido la «fortuna» de recibir su ayuda. En múltiples destinos donde llegó el dinero y los recursos de USAID, la estabilidad desapareció, la soberanía se convirtió en un patético decorado y los gobiernos en simples marionetas de un sistema liberticida.

Ucrania, Afganistán o cualquier rincón de África han compartido siempre el mismo patrón: intervenciones quirúrgicas disfrazadas de solidaridad que dejaron tras de sí un reguero de dependencia y caos.  Pero esto va más allá en todo lo que han fraguado en el este de Europa.

USAID ha sido el auténtico motor de la inestabilidad desde el fin de la Guerra Fría. En Europa del Este, sus potentes recursos sirvieron para fraguar revoluciones «de colores» que desestabilizaron gobiernos y alimentaron la fractura entre Occidente y Rusia. Los ucranianos vivían en relativa paz antes del Maidán de 2014. Yanukóvich, elegido democráticamente, disparó contra su propio pueblo en febrero de 2015, pero el proceso para derribarlo comenzó mucho antes, movido desde los despachos de Bruselas y Washington. La receta es la misma que utilizaron con la hecatombe en Yugoslavia. Para estos globalistas el caos, la destrucción y los muertos, son sólo datos en una hoja de cálculo.

Mismas maniobras, mismos patrones. Desde la Revolución Naranja en Ucrania hasta las Primaveras Árabes, el rastro de USAID está tejido por fracturas y tensiones. Sus altruistas contribuciones en Libia y Siria no aportaron libertad, sino vacíos de poder que los extremistas llenaron con fusiles y banderas negras. Una cosa es promover aires de libertad y otra bien distinta maniobras de ingeniería social para moldear lo que unos locos endiosados entienden como una sociedad “ecoresiliente”. La promoción de valores participativos tenía sentido en naciones con regímenes totalitarios, pero, fuera de esos casos, la intervención de USAID ha dejado más escombros que escuelas, pozos de agua y hospitales.

USAID no es solo una agencia gubernamental, es el emblema de una política exterior fallida que ha confundido injerencias con liderazgo. La cuestión no es el futuro de estas agencias globalistas, sino cuánto tiempo más permitiremos que instituciones como esta actúen con impunidad. El telón globalista está bajándose, es hora de cerrar el teatro. Porque la verdadera ayuda no se mide en millones desperdiciados ni en fotografías con políticos en zonas de guerra. La verdadera ayuda empieza por poner orden en casa, limpiar las instituciones de basura ideológica y devolver a los ciudadanos la confianza en su gobierno. 

Luis Nantón Díaz